Ninguno acertó. Ni la provincia, ni el municipio, ni la gente. No se puede ni se debe dividir la ciudad de ese modo, no se puede ni se debe desautorizar una medida, ni los vecinos debían hacer lo que ellos creían que estaba bien.
Lo que faltó en este caso fue diálogo, discutir qué era lo mejor para la ciudad y de qué manera se podía frenar un poco la circulación comunitaria para también parar el virus. Y si hubo debate no alcanzó.
Se me ocurren varias palabras para calificar lo de los terraplenes en los puentes, pero tal vez no sea momento del enojo como vecino sino de reflexión como periodista.
Y en eso sí tenían razón los vecinos. Fue poco o nada feliz la decisión de colocar una montaña de piedras y tierra en cada puente para que no pasen porque no hay policías para controlar.
¿Quiénes son el peligro? me pregunté, si los del norte que viene al sur de la ciudad o los del sur que van al norte.
Imposible descifrarlo, porque los contagios no tienen domicilio fijo y están diseminados en la ciudad. Pero según del lado en que estuviéramos nos tocaba sospechar del otro. Y eso está mal, como estrategia fue un mamarracho porque lo menos saludable es enfrentar a vecinos de una ciudad angustiada y preocupada por la explosión de casos.
Cuántas veces dijimos que es el Estado el que debe llevar certezas y tranquilidad, el que debe dictar normas para ordenar las cosas y en una pandemia como la que vivimos debe ayudar a frenar impulsos aunque sea antipático.
Nada de eso sucedió en este viernes vertiginoso en Roca. Nadie paró un segundo a reflexionar. Sólo hubo una decisión apresurada de cortar la ciudad y que los de allá se queden con sus virus y los de acá con los suyos.
Cuando más necesaria fue la reflexión y el debate más ausente estuvo.
En Roca pasan cosas, pero nadie imaginaba que podía pasar esto.
Tampoco me pareció bien que la gente decida qué medidas tomar. Con eso criterio, cada vez que no les guste algo lo modificaran a su antojo.